DOS MESES SIN VIDA.
Miré por la rendija. Una rendija de nubes apiladas. Mis ojos se llenaban de preguntas acerca de ti mientras miraba a lo lejos el paisaje de tu ciudad tan querida. Una voz de reclamo y profunda tristeza te cuestionaba acerca de qué tal estaba tu nuevo hogar. Solamente la respuesta del viento y el frío etéreo del invierno, podían susurrarme al oído la nada de tus pasos, todas y cada una de tus respuestas que me inventaba para consolarme. No hay voz, no está tu voz para ser precisos. Y ni siquiera tengo tus signos de exclamación, tus oraciones imperativas, tu tono de mando, ni tus necedades que tanto extraño. Me llevé las manos a los ojos, y el día más gris que nunca hacía tono con la melancolía que invade en este tipo de momentos, en donde no entiende uno ni la vida, ni la muerte, ni el más aquí, ni el más allá. Donde nada tiene sentido, y a la vez cada diminuto segundo está lleno de significado. ¿Sabes de la opresión que hay en mi pecho? ¿Puedes sentir estas palpitaciones? Un hilo de lágrimas podrían tejer toda mi melancolía. Tan solo basta con pronunciarte, para volver a sentir la necesidad de llorar. Limpiar de una buena vez la maraña mental, que un momento tan sorpresivo como tu partida, le puede dejar a alguien tan joven como yo. ¿Sabes? Solo tengo 25 años y aun así tengo que aprender de esta desolación profunda, todas las lecciones de vida. Entiendo muy bien, que al final todos somos polvo. Este mismo polvo que tocan mis manos desesperadamente para tocar tus partículas salientes de la tierra. ¿Hay algún rastro de ti? Nada. No puedo, es que no puedo vivir sin ti.